La Encarnación del Verbo
1. Jesucristo: icono de Dios y ejemplar del hombre
Este es el acontecimiento en que se basa toda nuestra fe: Dios eterno e inaccesible, Creador de todas las cosas y amigo del hombre, se ha hecho hombre, como nosotros y por nosotros, en su Hijo, Jesucristo es la manifestación visible de Dios, de su Ser infinito, de su suma bondad y belleza. La gloria del Padre resplandece “en su rostro”, y está presente en toda su vida terrena. Por eso Jesús es el icono de Dios y en su rostro se ven rasgos del Padre, como dice él mismo: «Quien me ve, ve al Padre» (Jn 14,9).
Al hacerse hombre, el Verbo se convierte también en ejemplar del hombre plenamente perfecto, conformándose al cual todo hombre llega a la perfección. Y la perfección para el hombre está en hacerse precisamente como Dios lo ha pensado y querido, o sea su imagen y semejanza: «Dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen, a nuestra semejanza» y «Dios creó al hombre a su imagen» (cf. Gén 1,26-27).
Este es el proyecto creativo de Dios sobre el hombre; la imagen y la semejanza son preludio a la relación, a la atracción recíproca, a la intimidad amorosa entre Dios y su creatura.
Por desgracia, la unión entre el hombre y Dios se perdió a causa del pecado original. Luego, los pecados personal desfiguran esta semejanza inicial, tanto que en la vida de un hombre a veces puede resultar muy difícil reconocer la presencia de Dios. En Jesús de Nazaret esta imagen-semejanza original entre Dios y el hombre está restaurada: él es, por tanto, el hombre perfecto. Creer en Jesús, imitar a Jesús hace a los hombres plenamente perfectos, porque se realizan plenamente según el proyecto inicial de Dios.
2. Jesucristo: cumplimiento de las profecías y revelación del Padre
En el Antiguo Testamento vemos que la Encarnación ha sido preparada y prefigurada en muchos pasajes: no solo en los que preanuncian la venida del Mesías, sino también en los personajes y en las imágenes usadas por los salmos y por los profetas, que prefiguran la venida y la misión de Cristo, su realeza, su sufrimiento expiador y su glorificación.
El Nuevo Testamento retoma las antiguas profecías, haciendo notar cómo se han cumplido puntualmente en Jesús: y para el Antiguo Testamento él es el Mesías de quien hablan las antiguas Escrituras. La Historia de la Salvación tiene el centro en la Encarnación del Verbo: Dios eligió una hora y un lugar preciso, la hora que señala el centro de la historia, «cuando llegó la plenitud del tiempo Dios envió a su Hijo» (Gál 4,4).
Jesús no es solo la realización de las antiguas profecías, sino que es el cumplimiento mismo de la revelación, es decir la palabra plena y definitiva del Padre, según lo había dicho él mismo: Jesús no es solo la realización de las antiguas profecías, sino que es el cumplimiento mismo de la revelación, es decir la palabra como definitiva del Padre, según lo que él mismo dijo: «Todo lo que he oído del Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15).
3. Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios
Desde los primeros siglos, la Iglesia ha defendido de modo firme la realidad histórica de la Encarnación del Verbo contra todas las objeciones de quien no llegaba a concebir cómo lo divino y lo humano, lo eterno y lo temporal, lo infinito y la creatura, lo invisible y lo visible pudieron fundirse en un único ser: Jesús de Nazaret.
Solo si es verdadero hombre, en todo partícipe de la condición humana, Cristo puede ser nuestro Salvador. Es un punto capital de la doctrina cristiana: «Lo que no es asumido por el Verbo hecho hombre no está salvado».
Si el Verbo divino se baja a la debilidad humana, es para que el hombre salga de su fragilidad y sea elevado a la plenitud divina. Este destino de gloria puede parecer utopía para el hombre: «imposible para los hombres, pero no para Dios, porque para Dios todo es posible» (Mc 10,27).
La Encarnación, el tenderse Dios hacia el hombre, tiene como fin sacar al hombre de su condición de pecado y de llevarlo a la comunión con Dios: es la redención, ofrecida a todos, gratuitamente.
El hombre retorna a la unión con Dios al que está destinado por constitución, y que solo le hace feliz.
Esta familiaridad con Dios recobrada por medio de la fe en el Hijo es llamada propiamente adopción como hijos de Dios, y ninguna otra religión presenta al hombre un término tan sublime.
Es el pensamiento de San Ambrosio, que escribe: «No nos serviría para nada nacer, si no tuviéramos el beneficio la redención». Todos estamos llamados a esta a este fin sublime de la divinización, correspondiendo de ese modo a la atención de la Encarnación, porque «Dios se ha hecho hombre para que el hombre llegase a ser Dios».