La Realeza de Jesús

Realeza largo tiempo esperada. La realiza de Jesús está prefigurada con símbolos y profecías en el Antiguo Testamento. El primer libro de la Biblia, el Génesis, presenta la profecía del patriarca Jacob (Gén 49,8). La profecía de Natán al rey David anuncia al futuro Mesías (1Cr 17, 11-14). También los salmos celebran la realeza del Señor Jesús (Sal 2, 71 y 109). Al profeta Isaías se le revela el nacimiento del Mesías (Is 9,2.5-6). Jeremías anuncia los tiempos nuevos mesiánicos (Jer 23,5) y Miqueas el lugar donde nacería este rey (Miq 5,1.3). Daniel preanuncia la entrega del la soberanía universal del Mesías (Dn 7,13-14).

Realeza declarada desde el inicio. Que Jesús sea el rey Mesías prometido por Dios a su pueblo, que desciende de la dinastía de David, lo profesa claramente  la Iglesia desde el inicio, como lo testimonian el evangelista Mateo (Mt 1,1), o el apóstol Pablo (Hch 13, 23). La realiza del Niño se pone a luz ya con la Anunciación, en las palabras del arcángel Gabriel (Lc 1,32.33). La dignidad real del Niño está atestiguada de modo evidente por la adoración de los Magos, que, llegando de lejos y también siendo paganos, buscan expresamente “al rey de los judíos” (Mt 2,2) y, apenas encontrado, se postran ante él y entre diversos regalos, le ofrecen oro e incienso.

Realeza revelada progresivamente. El largo período de vida cotidiana de Nazaret oculta su dignidad real a los ojos de los hombres, pero es intuida, aunque confusamente, durante su misión pública, con motivo de la autoridad con la que enseña y con los milagros que realiza. Toda la predicación de Jesús está centrada en el Reino que él ha venido a instaurar y de este reino reivindica el primado (Mt 6,33), promulga sus leyes con las bienaventuranzas (cf. Mt 5), precisa los comportamientos con instrucciones (cf. Mt 6,7); describe su naturaleza con las parábolas del reino (cf. Mt 13); enseña el himno con el Padre nuestro (cf. Mt 6); registra los invitados y los excluidos (cf. Lc 6,20-26); finalmente, cumple los señales distintivas , es decir las curaciones y las liberaciones de los demonios (cf. Mt 11,4-6). Jesús dice claramente que este reino comienza con quien vence el dominio de Satanás sobre los hombres y restablece la señoría de Dios (cf. Mt 12,28). Advierte, luego, que para entrar en reino hay que hacerse como niños y que en eso el más grande será quien se haga el más pequeño (cf. Mt 18,3), es decir, quien se hace el siervo de todos (cf. Mt 9,35).

Realeza resplandeciente en la cruz. El evangelista Juan presenta la pasión de Cristo como el ceremonial de investidura del rey: la cruz es su trono, porque es sobre el leño de la cruz donde resplandece su amor, está la sangre de quien nos ha amado “hasta el fin”, está desde el Calvario en el que ha atraído a todos a él. Esta soberanía de amor de Cristo se ha manifestado de forma poderosa en su gloriosa resurrección. En efecto, el triunfo de Jesús resucitado es el corazón de la fe cristiana, como bien expresa la liturgia del día de Pascua y de la Ascensión.

La realeza de Jesús y el problema del mal. Si la soberanía del amor de Cristo se ofrece a todos, no es, sin embargo, por todos acogida. El amor de Jesús, cuando es acogido, señala la llegada del reino de los cielos, cuando es rechazado señala la llegada del «imperio de las tinieblas» (Lc 23,53), imperio que tiene su tiempo de aparente victoria.  El choque entre Cristo rey, «luz del mundo» (Jn 8,12), y Satanás, emperador de las tinieblas, nos pone frente al problema del mal presente en el mundo. «¿Dónde está la señoría de Jesús en nuestro mundo? Si él es rey, ¿por qué entonces hay pecados, injusticias, desorden, error?». Son preguntas que todos, antes o después, se hacen y que precisan una respuesta. Lo mismo que las nubes pueden crear zonas de sombra pero no apagar la luz del sol, así las tinieblas del mal pueden probar la fe del hombre, pero no pueden anular la luz del Resucitado y anular la certeza de su victoria. Hay, pues, que perseverar en la fe también en medio de las pruebas.

Realeza gloriosa al fin de los tiempos. Si el presente es aún el tiempo del combate entre quien pertenece al reino de Dios y quien está bajo el dominio de Satanás, eso, sin embargo, está lleno de esperanza porque el éxito es incierto, pero ya en la resurrección de Cristo se entrevé la victoria final. El triunfo de Cristo y de sus elegidos se desvelará plenamente en el fin de la historia, como bien describe Mateo en su juicio final (Mt 15), después del cual el Hijo entregará todo a Dios Padre (1Cor 15,24-26.28).

Realeza contemplada en el Niño de Praga. Hasta ahora el creyente, que reconoce en el Niño Jesús al pequeño Rey, está llamado a ponerse  todos los días y de modo continuo bajo su señoría, teniendo fijo la mirada en el término final, incluso en las situaciones más difíciles, como nos recuerda la solemnidad de Cristo Rey, con la que se cierra el año litúrgico. Santa Teresa Benedicta de la Cruz estuvo especialmente impresionada por la realeza del Santo Niño de Praga. Viviendo profundamente el drama del pueblo judío perseguido por el nazismo, ella comprendió que el reino traído por Jesús es verdadero pero misterioso, no pone en el refugio de las dificultades, sino que al mismo tiempo comunica una soberana libertad interior que nada puede aprisionarla. Solo una fe adulta sabe ver la realeza estable de Jesús en los momentos inestables de la historia; solo la confianza de un corazón conquistado por él siente que “las riendas” están en sus manos, también en las circunstancia adversas de la vida. La fe de los santos testimonia la sempiterna soberanía del Señor Jesús.

La estatua del Niño Jesús »