Pedir una gracia al Niño Jesús
“Pedid y se os dará”
No hay que olvidar que estos gestos de predilección divina, con los que el Niño Jesús ha curado los enfermos, ha confortado a los afligidos, ha convertido a los pecadores, ha sustentado a los pobres, ha suscitado la vida en las madres estériles, etc… son –como dice la misma palabra– dones absolutamente gratuitos, “gracias”, favores personales que él concede cómo, cuándo y a quien quiere, con soberana liberalidad. Nadie, por tanto, tiene el derecho a pedirle cuentas de ellas o de presumir de méritos o de preferencias, pena de recibir el reproche del Señor que dijo: «¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?» (Mt 20,15).
Por lo demás son innumerables las gracias, tanto espirituales como materiales, que Dios continuamente concede y de las que, quizás, ni siquiera nos damos cuenta.
¿Qué “gracias está bien pedir”?
En preciso ante todo decir que las “gracias” más importantes, las de pedir en primer lugar, son los dones espirituales y, entre estos, sobre todo el fortalecimiento de la fe, como los mismos apóstoles le pidieron a Jesús (cf. Lc 17,6). Por lo demás, los relatos de los milagros obrados por el Maestro muestran cómo lo que él miraba era la fe, para premiarla, como en el caso del siervo del centurión (cf. Mt 8,10), o por suscitarla, como en el caso de la curación del ciego de nacimiento (Cf. Jn 9,38).
Los otros dones espirituales son, por ejemplo, la conversión del corazón, el perdón de los pecados, el consejo divino ante una elección importante, la fortaleza en la tribulación, la paciencia en el cumplimiento de un oficio, la mansedumbre de ánimo, la pureza de cuerpo y de corazón, la gracia de una buena muerte, etc… Estos dones espirituales tienen preferencia sobre los beneficios materiales porque están directamente ordenados a obtener la más importante de las “gracias”: la salvación eterna.
Teniendo en cuenta esta clasificación, queda siempre válido el recurso a Jesús para implorar las “gracias” materiales, como la curación de una enfermedad física o psíquica, la protección contra la desgracia, la superación de una prueba, la ocupación en un trabajo, el éxito de una actividad, el hallazgo de un perdido, etc… entre estos favores materiales, uno es sin duda el más valioso: el don de un niño. Es una de las “gracias” que el Pequeño Rey concede más a gusto, precisamente porque no hay ningún don material tan grande y hermoso como el de una nueva vida, que Dios mismo suscita, que a Dios mismo vuelve, y que es la gloria del mismo Dios.
La actitud correcta el pedir una gracia.
Si Dios conoce todos nuestros pensamientos y sabe ya lo que necesitamos, ¿qué necesidad tenemos de exponerle nuestras peticiones? Y si Dios no me concede lo que le pido, ¿quiere quizás decir que no rezo suficientemente, que no lo merezco, que me castiga?
Son preguntas que todos, más o menos, se hacen. En el devoto fiel la petición nunca debe tener los tonos de la pretensión, ni de una insistencia extenuante, como si debiera “arrancar” a Dios el favor. La liberalidad soberana de Dios siempre es respetada con la convicción de que “Dios ve o provee”, antes y mejor que los hombres.
Quien no tiene este respeto y “pretende de Dios una señal” y en eso funda su fe, ya tiene el reproche de Jesús: «Si no veis signos y prodigios, no creéis» (Jn 4,48). Los que, por otra parte, si la gracia tan invocada no se realiza, con frecuencia rechazan la fe (supuesta así) porque “sirve de poco”.
La petición tampoco debe hacerse con largos discursos, como si debiera explicar a Dios “el porqué y el cómo” de lo que se pide. Jesús mismo enseña a «no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso» (Mt 6,7).
Por último, es decisivo que la petición parta de un corazón honesto, que no busca plegar Dios a sí, sino de convertirse a Dios, viviendo hasta el fondo el cristianismo que profesa.
Resumiendo, los sentimientos que deben animar a quien se dirige al Niño Jesús por una súplica son la confianza, el reconocimiento del poder divino, la gratitud, el abandono en su voluntad, la unión de oración con todos los hermanos. Si lo pensamos, son las mismas actitudes del niño cuando pide algo a su padre.